Ernesto Sábato

La rebeldía como fenómeno social tiene sus orígenes en la historia más primitiva del ser humano. Nos hablan de ella los mitos de todas las culturas y en la actualidad en nuestros prontuarios policiales hay extensos registros relativos a este asunto. Camus caracterizaba al rebelde como un hombre que dice no, que se niega a aceptar las condiciones presentes porque considera que son injustas, que pone límite al abuso; en definitiva, como un negador. Las sociedades, y más específicamente, las instituciones que ostentan poder en los diversos ámbitos que implican a una comunidad (poder político, económico, religioso, etc.) han luchado a través del tiempo por normalizar y contener a esta masa rebelde con diversos métodos y prácticas.

Uno de los métodos más efectivos de control disciplinario se encuentra en la vigilancia, no sólo -como apunta Foucault- para castigar, sino también, y sobre todo, para inhibir el delito. En un estudio realizado por el filósofo francés en torno de las construcciones y técnicas penitenciarias, destacó una idea arquitectónica destinada precisamente a constituir un sistema de vigilancia penitenciaria permanente y económica en el sentido amplio del término: el panóptico de Jeremías Bentham.

El panóptico es una construcción que permite establecer una mirada omnicontemplativa sobre el o los sujetos indisciplinados. Se trata de una tecnología que no se circunscribe sólo a un espacio, puesto que su funcionalidad le permite extenderse a otros usos y, en general, a toda la sociedad. Se caracteriza por constituir un mecanismo de vigilancia y control de máxima eficiencia, a través de la cual es posible construir un dossier de cada sujeto vigilado con el fin de acumular la mayor información posible. De este modo, el panóptico transforma al sujeto vigilado en una objetividad siempre visible sobre la cual se puede acumular conocimiento.

Este concepto que tradicionalmente se ha aplicado a áreas sociales y políticas, puede encontrar un claro referente en la literatura. No olvidemos que la expresión literaria no hace sino dar cuenta de realidades relativas a la historia y los fenómenos sociales de los pueblos que la originan.

La idea de la omnivigilancia tiene su primer referente en literatura en lo que la teoría literaria ha denominado narrador omnisciente. Sin embargo, existen factores históricos que han condicionado una suerte de especialización de estas técnicas de vigilancia sobre los personajes en la narrativa latinoamericana, especialmente en lo que ha llamado novela de aprendizaje.

Muchas de las técnicas disciplinarias puntualizadas por Foucault en su obra "Vigilar y Castigar" pueden ser claramente aplicables a los personajes de este tipo de novela, en donde el narrador se sitúa en un lugar privilegiado de vigilancia, tal como lo permitiría el panóptico. No olvidemos que el gran tema estructurante de las novelas realistas es precisamente el control de la vida cotidiana, y más específicamente, de los cuerpos de los sujetos. En ella, se pretende normalizar al sujeto. Esta normalización trae como consecuencia un registro literario de multiplicidad de tipos anormales; aparecen como personajes principales sujetos pervertidos, criminales, onanistas, sicóticos, etc. que son sometidos a múltiples pruebas y cuya resistencia trae como consecuencia la expulsión de la novela o el castigo.

El presente ensayo pretende demostrar, en un nivel general, que el poder disciplinario no sólo es aplicable a las novelas llamadas "de aprendizaje", sino que también en novelas de vanguardia; para este estudio en particular, se analizarán las técnicas disciplinarias presentes en la novela de Ernesto Sábato El Túnel, publicada en 1952. Para ello, se tomará como punto de referencia el texto de Foucault Vigilar y castigar, específicamente los capítulos relacionados con las técnicas disciplinarias.

EL TÚNEL COMO NOVELA CONFESIONAL

1. Juan Pablo Castel como objeto del poder.

La novela El Túnel relata la historia de un crimen. Quien lo ha cometido -el pintor Juan Pablo Castel- es quien decide relatarnos los hechos. Desde un comienzo nos informa que se tratará de una confesión, poniendo énfasis en el motivo que lo mueve a hacerlo:

Podría reservarme los motivos que me movieron a escribir estas páginas de confesión; pero como no tengo interés en pasar por excéntrico, diré la verdad, que de todos modos es bastante simple: pensé que podrían ser leídas por mucha gente, ya que ahora soy célebre; y aunque no me hago muchas ilusiones acerca de la humanidad en general y de los lectores de estas páginas en particular, me anima la débil esperanza de que alguna persona llegue a entenderme. AUNQUE SEA UNA SOLA PERSONA (Sábato, 1952: 14)

El narrador hace hincapié, además, en que pretende contar su historia con completa objetividad, sin ocultar nada. Esto desecha cualquier tipo de resistencia desde el punto de vista disciplinario.
Efectivamente, desde comienzo a fin de la novela, Juan Pablo Castel se nos muestra en todas sus dimensiones. Está expuesto a la vista del lector de manera íntegra o, siguiendo la lógica del panóptico, se encuentra completamente iluminado. De él sabemos hasta sus pensamientos más obscuros, los más ridículos, aquellos que sólo tendrían cabida frente a un confesionario. No desea, pues, resistir, sino todo lo contrario: se somete al juicio del lector.

En relación al poder disciplinario, Castel es un personaje mínimo, cotidiano; un personaje del cual se han hecho registros (de tipo policial) puesto que ha cometido un crimen. En palabras de Borges, un "infame". Desde esta perspectiva, Castel es objeto del poder, ya que ha sido castigado por la sociedad. Lo es también en un segundo sentido, pues, como ya se ha dicho, él se ha sometido por voluntad propia al examen de los lectores. En palabras de Foucault, Castel es "un caso" (ya interrogado, ya examinado) y se ha expuesto dentro de un campo de vigilancia continua.

Este es un rasgo fundamental en la personalidad del protagonista. Castel desea ser disciplinado. Es un neurótico del orden y los límites, en suma, todo aquello que puede ser objeto de medición y control. Veamos algunos ejemplos de esto:

Todo era tan elegante que sentí vergüenza por mi traje viejo y mis rodilleras. Y sin embargo, la sensación de grotesco que experimentaba no era exactamente por eso, sino por algo que no terminaba de definir. Culminó cuando una chica muy fina, mientras me ofrecía unos sándwiches, comentaba con un señor no sé qué problema de masoquismo anal. Es probable, pues, que aquella sensación resultase de la diferencia de Potencial entre los muebles modernos, limpísimos, funcionales, y damas y caballeros tan aseados emitiendo palabras génito-urinarias. (Sábato, 1952: 21-22)

Como dije, volví a casa en un estado de profunda depresión, pero no por eso dejé de ordenar y clasificar las ideas, pues sentí que era necesario pensar con claridad si no quería perder para siempre a la única persona que evidentemente había comprendido mi pintura. (Sábato, 1952: 36)

Luego tuve unas pesadillas en las que caminaba por los techos de una catedral. Recuerdo también un despertar en mi pieza, en la oscuridad y la horrorosa idea de que la pieza se había hecho infinitamente grande y que por más que corriera no podría alcanzar jamás sus límites. (Sábato, 1952: 108)

Nuestro protagonista es, además, un apasionado por los detalles, como todo buen neurótico. Establece registros, saca conclusiones, piensa secuencialmente todo y sólo entonces puede actuar. Es un ejemplo de disciplina y orden.

- ¿Qué pasa? -pregunté- ¿Por qué no habla?
- Yo también -musitó.
- ¿Yo también qué? -pregunté con ansiedad
- Que yo también no he hecho más que pensar.
- ¿Pero pensar en qué? -seguí preguntando, insaciable.
- En todo.
- ¿Cómo en todo? ¿En qué?
- En lo extraño que es todo esto... en lo de su cuadro... el encuentro de ayer... lo de hoy... qué sé yo...

La imprecisión siempre me ha irritado.

- Sí, pero yo le he dicho que no he dejado de pensar en usted -respondí-. Usted no me dice que haya pensado en mí.

Pasó un instante. Luego respondió:

- Le digo que he pensado en todo.
- No ha dado detalles.

(Sábato, 1952: 46)

Este inesperado viaje al campo despertó la primera duda. Como sucede siempre, empecé a encontrar sospechosos detalles anteriores a los que antes no había dado importancia. ¿Por qué esos cambios de voz en el teléfono el día anterior? ¿Quiénes eran esas gentes que "entraban y salían" y que le impedían hablar con naturalidad? Además, eso probaba que ella era capaz de simular. ¿Y por qué vaciló esa mujer cuando le pregunté por la señorita Iribarne? Pero una frase sobre todo se me había grabado como con ácido: "Cuando cierro la puerta saben que no deben molestarme." Pensé que alrededor de María existían muchas sombras. (Sábato, 1952: 49-50)
La incapacidad de Castel para ocultarse de María es casi tan fuerte como su obsesión por exponerla a la luz. Pero ella se resiste constantemente a este tipo de control. Desde esta perspectiva, María Iribarne es un personaje indisciplinado. Permanece en las sombras hasta el final, y por lo tanto, es expulsada de la novela.

2. Juan Pablo Castel como sujeto del poder.

María Iribarne, la víctima de Juan Pablo Castel, es un personaje inescrutable. Apenas nos enteramos de lo que piensa o siente por conclusiones que el protagonista obtiene de sus actos, y esto de manera muy borrosa, pues el narrador tiende a confundir al lector sobre este aspecto. El discurso de Castel, si bien es ordenado y sistemático, no deja de ser engorroso precisamente por la multiplicidad de detalles que busca exponer sobre su relación con María Iribarne.

Si Castel es un personaje completamente expuesto, iluminado al poder, María es su opuesto. Se trata de una mujer que habla poco, que tiende a generalizar (es poco precisa), que oculta cosas de su pasado y que no expresa sus sentimientos más que cuando se ve forzada a hacerlo por Castel. En este aspecto, si nos viéramos forzados a hacer el símil, tendríamos que admitir que María actuaría como el vigilante de un panóptico intratextual, puesto que mientras ella permanece en las sombras, Castel se muestra completamente expuesto ante ella, iluminado y visible. Veamos en la novela algunos ejemplos.

Esa misma noche le hablé por teléfono. Me atendió una mujer; cuando le dije que quería hablar con la señorita María Iribarne pareció vacilar un segundo, pero luego dijo que iría a ver si estaba. Casi instantáneamente oí la voz de María, pero con un tono casi oficinesco, que me produjo un vuelco.
- Necesito verla, María -le dije. - Desde que nos separamos he pensado constantemente en usted cada segundo.
Me detuve temblando. Ella no contestaba.
- ¿Por qué no contesta? -le dije con nerviosidad creciente.
- Espere un momento - respondió.
Oí que dejaba el tubo. A los pocos instantes oí de nuevo su voz, pero esta vez su voz verdadera; ahora también ella parecía estar temblando.

- No podía hablar -me explicó.
(Sábato, 1952: 45)


Quedó deprimida y no pude lograr una palabra más acerca de Richard. Pero debo agregar que no era ese hombre el que más me torturó, porque al fin y al cabo de él llegué a saber bastante. Eran las personas desconocidas, las sombras que jamás mencionó y que sin embargo yo sentía moverse silenciosa y oscuramente en su vida. Las peores cosas de María las imaginaba precisamente con esas sombras anónimas. (Sábato, 1952: 73)

La necesidad de Castel de controlar a María, de disciplinarla es patológica. Intenta por todos los medios analizarla, hacer registros de su conducta, interrogarla, pero todo es en vano. Llega incluso a escrutar sus gestos, estudiando sus vacilaciones y cada una de sus palabras para hacerla visible. Un episodio es ilustrativo a este respecto.

Desesperado por el silencio y por la oscuridad que no me permitía adivinar sus pensamientos a través de sus ojos, encendí un fósforo. Ella dio vuelta rápidamente la cara, escondiéndola. Le tomé la cara con mi otra mano y la obligué a mirarme: estaba llorando silenciosamente.
- Ah... entonces no me querés -dije con amargura.
Mientras el fósforo se apagaba vi, sin embargo, cómo me miraba con ternura. Luego, ya en plena oscuridad, sentí que su mano acariciaba mi cabeza. Me dijo suavemente:
- Claro que te quiero... por qué hay que decir ciertas cosas?
- Sí -le respondí-, ¿pero cómo me querés? Hay muchas maneras de querer. Se puede querer a un perro, a un chico. Yo quiero decir amor, verdadero amor, ¿entendés?
Tuve una rara intuición: encendí rápidamente otro fósforo. Tal como lo había intuido, el rostro de María sonreía. Es decir, ya no sonreía, pero había estado sonriendo un décimo de segundo antes. (Sábato, 1952: 62-63)


Como se habrá podido observar, es tan imperiosa la necesidad de Castel de controlar a María que hasta la ilumina literalmente para ponerla en evidencia. Sin embargo, paradójicamente, el que queda aún más iluminado es él mismo.

Como no ha podido disciplinar a María, el último recurso que le queda a Castel es poseerla físicamente. El sexo es aquí ya no un medio para expresar un sentimiento común, ni siquiera para satisfacer un instinto: es una técnica de control, de sujeción sobre el cuerpo de María. Todas las otras técnicas de control sobre el cuerpo de este personaje indisciplinado han fallado. Ya no le queda otro recurso.

María comenzó a venir al taller. La escena de los fósforos, con pequeñas variaciones, se había reproducido dos o tres veces y yo vivía obsesionado con la idea de que su amor era, en el mejor de los casos, amor de madre o de hermana. De modo que la unión física se me aparecía como una garantía de verdadero amor. (Sábato, 1952: 66)

Debo confesar que yo mismo no sé lo que quiero decir con "amor verdadero", y lo curioso es que, aunque empleé muchas veces esa expresión en los interrogatorios, nunca hasta hoy me puse a analizar a fondo su sentido. ¿Qué quería decir? ¿Un amor que incluyera la pasión física? Quizá la buscaba en mi desesperación por comunicarme más firmemente con María. (Sábato, 1952: 67)

Existe aún otro elemento que agregar a la indisciplina de María: es infiel; y el único sujeto que podría someterla -su marido- es ciego. El juego de luces y sombras queda de este modo completo. Ella permanece en las sombras para todo aquel que intente disciplinarla; física y conductualmente se mantiene al margen y desde la oscuridad se mueve sigilosamente y controla los movimientos de Castel y los demás sujetos que están ligados a ella.

De único personaje que podríamos decir al menos algo parecido en la novela es de Hunter, primo de María. Pero dado que su aparición en la narración se justifica sólo en términos de la expulsión definitiva de la novela de María, no vale la pena detenerse demasiado en él.

Hemos visto cómo Castel fracasa en todos sus intentos de controlar a María. El motivo de este fracaso es claro: el poder disciplinario se ejerce haciéndose invisible y él está demasiado visible para María. Recurre entonces a la disciplina más extrema, al método de control del cuerpo por excelencia: la asesina. Sólo a través de la violencia podía Castel ejercer dominio completo sobre el cuerpo de María. Y, de paso, a través de la muerte, la castiga y la expulsa definitiva y drásticamente de la novela.

3. El Túnel como construcción de visualidad.

La construcción del panóptico implica, arquitectónicamente, un espacio oscuro en el centro de una torre, cuyas paredes (celdas) se encuentran completamente iluminadas. De este modo, el sujeto que se encuentra al centro no es visto por nadie, mientras que todos los que se encuentran en las celdas están completamente visibles.

La imagen del túnel sugiere una perspectiva completamente diferente. Desde el momento en que se trata de una construcción tubular, recta, la visualidad sólo puede ser unidireccional.

En el caso de la novela, Castel y María nunca llegan a encontrarse completamente. En este sentido, ambos se encuentran en estadios diferentes, o si se prefiere, en túneles distintos. Por la particular relación de proximidad y lejanía que establecen, estos túneles necesariamente deben estar paralelos, es decir, jamás llegan a entrecruzarse.

En el mejor de los casos, podría afirmarse que sólo Castel se encuentra dentro de un túnel, puesto que es él quien ha impuesto los límites y quien sólo puede tener una mirada unidireccional hacia el exterior. Pero María se encuentra tan atrapada como él dentro de su propia oscuridad.

La elección del título de la novela no es casual ni menos gratuita. El evidente juego óptico que establece Sábato para sus personajes responde con exactitud a los conceptos de encierro y oscuridad, y de travesía obligada, cuyas únicas posibilidades de dirección son de avance o retroceso. Juan Pablo Castel se encuentra exactamente en esta situación.

María Iribarne, por su parte, no está, ni puede estar en el mismo túnel dentro del cual se encuentra Castel. Otro es su camino, aunque en esencia la situación de ambos sea extremadamente parecida en tanto que compleja.

En este complejo de túneles paralelos, hay, sin embargo, un puente comunicante: la ventana del cuadro de Castel (ya la idea de "ventana" es muy sugerente en tanto que permite la visibilidad hacia un espacio exterior o interior). Precisamente es esta ventana la que desencadena el desarrollo de la novela y su fatal desenlace.

La situación óptica de ambos túneles es opuesta. En tanto que el túnel dentro del cual se mueve Castel se encuentra completamente iluminado (aunque su percepción sea muy otra), el túnel dentro del cual se mueve María se encuentra en sombras. Para que exista un mínimo de comunicación, necesaria por lo demás parta el desarrollo de la novela, ambos túneles deben ser visualizados como transparentes. Es la luz de uno y otro túnel la que determina los espacios de comunicación, por pobres que estos sean. Es aquí donde la construcción del túnel ideada por Sábato encuentra su símil con la del panóptico.

Como ya se ha dicho, existe un vaso comunicante: la ventana. Pero esta ventana, que podría haber deshecho el nudo de la duda de Castel, tiene una falla que termina por extinguir cualquier luz: está construida en un espacio subjetivo y ficticio. Se trata, por lo tanto, de una ventana falsa, de una ilusión. De este modo, María y Juan Pablo Castel, quienes en un principio han creído encontrarse en ella, no se han encontrado más que con ellos mismos.

María, en efecto, cree honestamente que Juan Pablo la ha "adivinado", es decir, que ha visto detrás de su máscara, que ha presentido su contradicción. Cree que Castel es el único que ha podido verla -y en consecuencia, es el único que podría controlarla o disciplinarla. Pronto de da cuenta de su error, pero ya es demasiado tarde para ambos.

Cuando vi aquella mujer solitaria de tu ventana, sentí que eras como yo y que también buscabas ciegamente a alguien, una especie de interlocutor mudo. (Sábato, 1952: 101)

Castel, por su parte, cree ingenuamente, que el que ha sido visto y comprendido es él mismo. Se obsesiona con María justamente por esta causa. Cree que es la única persona que ha podido entenderlo, porque ha visto dentro de él.

Los túneles y la ventana constituyen de esta manera el marco perfecto para el desarrollo del conflicto y dan una clave para comprender el intrincado juego de poder en el que se debaten ambos personajes.

Según Deleuze, cuando un sujeto desea un objeto, acaba deviniendo ese objeto. No se puede desear, sin embargo, aquello que no se conoce. Quizás el problema fundamental de Castel sea precisamente este: jamás llega siquiera a intuir a María.

El juego óptico que se establece en El Túnel es un verdadero juego de espejos, en el cual cada uno (María y Juan Pablo) sólo ha querido verse reflejado en el otro. La imposición de la disciplina que Castel quiere aplicar sobre María no es más que un pálido reflejo de lo que él mismo es. En otras palabras, quiere que María devenga él mismo.

El deseo y la disciplina se unen en esta novela formando una dupla de destrucción de personalidades y construcción de auténticos fantasmas. María, la María que Castel quiere, evidentemente no existe, es sólo una sombra, una mujer que se mueve en espacios oscuros y silenciosos. Y, como intuía Bentham, una sombra no puede ser disciplinada.


BIBLIOGRAFÍA

1. SÁBATO, Ernesto. 1952. El Túnel. Buenos Aires. Emecé Editores, S. A.
2. FOUCAULT, Michel. 1976. Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. Buenos Aires. Siglo XXI Editores.